(Anales De La Costa Occidental 03) Poderes by Ursula K. Le Guin

(Anales De La Costa Occidental 03) Poderes by Ursula K. Le Guin

Author:Ursula K. Le Guin
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-11-23T23:00:00+00:00


10

Después de eso, me quedé en mi habitación durante varios días. Diero le dijo a Barna que yo estaba enfermo. De hecho, yo estaba enfermo de la pena y la rabia que no había podido sentir todos aquellos meses desde que me alejé caminando de la tumba junto al Nisas. Había huido entonces, en cuerpo y alma, pero ahora, finalmente, me había dado la vuelta y había dejado de correr. Sin embargo, tenía un largo camino por recorrer hacia atrás.

No podía volver a Arcamand físicamente, aunque cada vez con más frecuencia pensaba en hacerlo. Había huido de Sallo y de todos mis recuerdos de ella y debía volver a ella y dejar que ella volviese a mí. Ya no podía negarla a ella, mi amor, mi hermana, mi fantasma.

Llorar a mi hermana alivió mi pena pero no demasiado tiempo. Mi dolor siempre llegaba ahogado de ira, de culpa amarga y odio rencoroso. Junto con Sallo acudieron a mí esas caras, voces y figuras que había mantenido tanto tiempo alejadas, escondidas al otro lado del muro. A menudo no podía pensar en Sallo, sino sólo en el cuerpo fornido y en el tambaleante caminar de Torm, en la Madre y el Padre de Arca o en Hoby, que había empujado a Sallo al carro mientras ella lloraba pidiendo ayuda. Hoby, el hijo bastardo del Padre, lleno de envidia rencorosa, que nos odiaba a Sallo y a mí por encima de todo y que casi me ahogó en una ocasión. Debieron de haber permitido... en esa piscina... debió de haber sido Hoby quien...

Me puse en cuclillas en el suelo de mi habitación y me metí un trozo de una capa en la boca para que nadie pudiese oírme gritar.

Diero venía a mi habitación una o dos veces al día, y aunque yo no podía soportar que nadie me viese en ese estado, que lo hiciera ella no me daba vergüenza, sino que sentía incluso que me transmitía algo de dignidad. Ella irradiaba una calma lúgubre, tierna e impasible que yo podía compartir cuando estaba conmigo. La amaba y le estaba agradecido por ello.

Me hacía comer un poco y me cuidaba. A veces era capaz de hacerme pensar que yo había caído en esa desesperación para encontrar una salida a través de ella, un camino de vuelta a la vida.

Cuando finalmente volví a bajar las escaleras, ella estuvo a mi lado para darme valor.

Barna, a quien le habían dicho que yo tenía fiebre, me trató amablemente y me dijo que no debía volver a recitar hasta que estuviese plenamente recuperado. Así pues, aunque pasaba la mayor parte del día con él, las tardes de invierno solía ir a las apacibles habitaciones de Diero, me sentaba y hablaba con ella a solas. Ansiaba que llegasen esas horas y las atesoraba después, pensando en su recibimiento, en su sonrisa y en sus gráciles movimientos, profesionales y refinados como los de un actor o un bailarín, y que sin embargo revelaban su auténtico carácter. Yo sabía que a ella le agradaban mis visitas y nuestra tranquila conversación.



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